Publicado originalmente: 01-05-2007

Una ciudad se define por su gente, territorio, clima, su pasado y presente, etc., pero, sobre todo, resulta diferente a otras por las características especiales que tiene su arquitectura, ya sea porque siempre tuvo un diseño singular o porque se trata de algo moderno y distinto. En el caso de Moquegua, situada en el extremo sur del Perú, a poco más de cien kilómetros del mar y en las faldas de la cordillera de Los Andes, con un clima cálido permanente, bajo índice de humedad y un excepcional ambiente apacible, su característica arquitectónica por siglos ha sido la de responder a un trazo propio de ciudad española, edificada en medio de restos arqueológicos de antiguas culturas locales pre-incas, con casas y casonas hechas de adobe, portadas de piedra, puertas de madera con aldabones de bronce y techos de mojinete, algunos con «V» invertida y otros como «V» invertida-trunca, casas simples, en su mayoria, salvo algunos muy notables solares con muebles que testimoniaban un pasado de comodidad económica provinciana, con objetos traídos de Europa en época lejana de relativo esplendor.

Si bien, a lo largo de la historia, Moquegua sufrió muchos terremotos, al igual de su vecina Arequipa, una y otra supieron levantarse de sus escombros, utilizando los mismos materiales de construcción, es decir, en el caso de Moquegua, el adobe tradicional, piedra sillar para las portadas, caña con amarras de cuero, sobre maderas (lumas, maderas fuertes y resistentes a la polilla, traídas de Bolivia) y una torta de barro encima. Estas casas, en muchos casos tuvieron dos pisos con balcones y rejas de fierro, llenos de adornos. Después de cada terremoto venía una corta etapa de limpieza de escombros y reconstrucción con igual diseño y sin mayores cambios; por lo menos esto fue así hasta finalizar la década del cuarenta, del siglo pasado. A partir de los siguientes cincuenta años, las construcciones empezaron a sufrir cambios, primero fue el cemento, el yeso, luego el ladrillo y otros materiales modernos que empezaron a utilizarse no sólo en las construcciones nuevas sino, también, en las ampliaciones o reconstrucciones de las antiguas. Maestros de obra venidos de fuera cambiaron las costumbres de los locales. Especialmente, fueron modificando fachadas y techos, primero; luego hicieron construcciones semejantes a las que también invadieron otras ciudades del Perú, que asemejan cajones cuadrados o rectangulares, con ventanas sin ningún atractivo, a diferencia de las que existieron antes, que tenían rejas ornamentales y portezuelas para coquetas y fisgones. Todo eso fue desapareciendo, paulatinamente, y el centro histórico de Moquegua empezó a perder la típica característica de rancia ciudad colonial-republicana decimonónica y empezó a presentar verdaderos lunares arquitectónicos, de mal gusto que la afeaban, aunque sus propietarios sostuvieran que eran más funcionales y a tono con los nuevos tiempos.

Por otro lado, Moquegua sufrió emigraciones en diversas épocas, sobre todo la que se produjo después de la invasión chilena, durante la guerra (1880 a 1883), que trajo tantos males, por la destrucción de los viñedos y bodegas donde se fabricaban vinos y piscos de gran fama en el sur del Perú, Bolivia y el norte de Argentina, aparte de los saqueos que también afectaron duramente el patrimonio de las familias moqueguanas. Otra emigración sucedió con la peste de «Grippe», así con doble «pp» como lo señala el historiador moqueguano Ismael Pinto, hecho que se produjo en las primeras décadas del siglo XX. Pero, éstas no fueron las únicas salidas de habitantes que sufrió la ciudad, porque en la época del Presidente Leguía, también familias enteras dejaron Moquegua y, por muchos años, cada mes de enero, jóvenes que habían terminado sus estudios secundarios emigraban a distintos lugares, inclusive al extranjero, en busca de Universidades o Institutos Superiores, civiles o militares, que no los había en Moquegua. Muchos, no volvieron jamás.

Moquegua, entonces, se volvió una ciudad que existía más en el recuerdo de los moqueguanos, en el ostracismo, que la conmemoraban cada 25 de noviembre, al recordar el aniversario de su fundación española. Físicamente, Moquegua fue sufriendo irremediables cambios, porque sus nuevos habitantes no le tenían el apego que dan las tradiciones de un pueblo cuyos habitantes se transmiten las costumbres y vivencias, en tanto que los de la nueva población, por propia dinámica tendrían nuevas experiencias o simplemente se prolongaron las que habían traído de los pueblos de origen.

De allí que, al volver a su ciudad, un antiguo moqueguano se encontraba con cambios notorios y notables, verdaderas transformaciones que habían desfigurado a la ciudad, sobre todo en su centro histórico y porque, además, de los cambios no se había efectuado siquiera el más mínimo mantenimiento. Era ya una ciudad vieja, al borde de la destrucción. En tales condiciones la encontró el último y feroz sismo del mes de junio del año en curso. La ciudad debilitada, descuidada y casi moribunda, no pudo resistir la fuerza del fenómeno y se vino abajo. Las pequeñas historias de amistades y familias, sus antiguas y casi olvidadas costumbres, los chismes y «rajes», la confirmación mediante sobrenombres y tantos otros recuerdos han perdido los espacios donde se forjaron.

Y, ahora, viene lo más drámatico, la reconstrucción. ¿Será posible? ¿Existirá la necesaria toma de conciencia que se requiere de modo imprescindible para llevar adelante una tarea no solamente onerosa sino de verdadero sacrificio de intereses, que para emprenderla demanda de un verdadero amor a la tierra y culto a su pasado? Sólo Dios sabe si será posible. Hagamos todo para lo que sea.